sábado, 22 de febrero de 2014

Todo el cine en una lagrima

Carl Theodor Dreyer es, quizás, de los grandes maestros del cine universal, el más desconocido de todos ellos. Aunque ningún estudioso dude en ponerle a la altura de los Ozu, Hitchcock, Godard o Kubrick, su obra es desconocida para el gran público y sus películas son uno de los secretos mejor guardados de la historia del cine. Se podrían elucubrar diversas razones para ello. Quizás, su carrera errática e inconstante (casi siempre por causas ajenas a su voluntad) con periodos de inactividad de hasta diez años entre sus películas (pero errática fue la carrera de Welles y goza de fama universal). O tal vez porque la mayoría de su carrera se desarrolló en el mudo con tan solo cinco películas habladas en su haber (aunque podríamos decir algo parecido de Chaplin, y es un icono). El hecho es que hoy, él y sus películas son un pequeño susurro en la cultura popular.
Por tanto, nunca es mala ocasión para reivindicar a Dreyer. Podrían argumentarse muchas razones para ello. Como por ejemplo, que a pesar de su enorme humildad que le hacía considerarse a sí mismo un mero artesano y no un teórico, fue un revolucionario que buscó la abstracción en pos de la pureza de sus personajes. Los despojaba de todo artificio “naturalista” en lo que él denominó “realismo psicológico”. O también porque, aunque la mayoría de sus seguidores quizás no lo sepa, sin él el cine del enfant terrible Lars Von Trier no existiría. Sin embargo, la razón que me ha llevado a esta reivindicación es mucho más visceral que todo esto. Se trata del increíble impacto emocional que sigue produciendo hoy su Pasión de Juana de Arco.


Dreyer realizó la película en 1928 y se trata de su primera obra magna. Aún hoy, nos enfrentamos a una película de una rabiosa radicalidad. Durante esos años, el director danés había ido madurando y desarrollando su teoría fílmica y es en esta película en donde consigue ponerla en práctica por primera vez. Como decía, Dreyer es un enemigo del artificio y su mayor obsesión era retratar la psicología de sus personajes. Por ello, despojaba a sus decorados de elementos accesorios (en sus películas son austeros y cuasi abstractos) y forzaba a sus actores a interpretar con un estilo extremadamente natural. En esta película lleva esa obsesión al paroxismo y construye la película en base, casi exclusivamente, a primeros planos, creando con ello lo que quizás sea el más hermoso tratado sobre el rostro humano que se ha realizado en la historia del arte moderno. El danés y su operador Rudolph Maté construyen cada plano en base a los rostros de sus protagonistas que, además, posan ante la cámara sin ningún gramo de maquillaje (otra obsesión de Dreyer). De esa manera, los decorados de Hermann Warm (creador del Gabinete del Dr. Caligari), límpidos y cuasi deconstructivistas, quedan fragmentados y en muchos momentos, es incluso difícil reconstruir mentalmente la disposición espacial de la escena y sus personajes.  Las escenas se transforman en un collage de miradas donde importan mucho más los gestos que las acciones. El montaje en ocasiones se vuelve vertiginoso y cuando los inquisidores acosan a Juana, la confusión que generan en la acusada se transmite en ese paso implacable por sus rostros.


Y es que, lo que realmente importa aquí es introducirse en el tormento de Juana de Arco. Y para ello, somos testigos de, quizás, la interpretación más gloriosa de todos los tiempos. Maria Falconetti, en la que sería su única película, se vacía de manera absoluta ante una cámara para la que solo existe su rostro. En muchos momentos parece que no exista nada más alla de su mirada. Y la vemos sufrir, reír, llorar, desesperarse y temer, abriéndose en canal ante nuestros ojos e imbuyéndonos en un estado de sobrecogimiento del que es muy difícil desprenderse al finalizar la película. La sinfonía que el rostro de la actriz genera ante nosotros se convierte en principio y fin, en medio y objeto último, ya que es a través de su rostro como acompañamos a Juana en su tormento y hasta su trágico final.
Y es en ese momento final en el que te paras a pensar y te das cuenta de que acabas de ver todo el cine resumido en apenas ochenta minutos. Ante nosotros han pasado Godard, Lynch y Tarkovski, Persona, Bailar en la oscuridad e Inland Empire. Tantas y tantas películas que Dreyer es capaz de condensar en una sola lagrima que brota en el rostro de Maria Falconetti ante nuestros ojos. Definitivamente, Dreyer debería enseñarse en todos los colegios.
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La pasión de Juana de Arco - La passion de Jeanne d'Arc (1.928)
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guión: Joseph Delteil y Carl Th. Dreyer
Fotografía: Rudolph Maté
Montaje: Marguerite Beaugé, Carl Th. Dreyer
Interpretes: Maria Falconetti, Eugene Silvain, André Berley, Maurice Schutz

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